En todos los escándalos financieros hay siempre algo entre perverso y trágico. Siempre que no sea el propio dinero el que vuela, es fácil sentir una mezcla de morbo y compasión. ¿Qué pensaría Bernard Madoff llegando el miércoles pasado a su apartamento en la calle Lexington de Manhattan después de comparecer ante el juez, con su gorra de béisbol y una tobillera con la que el FBI rastrea todos sus movimientos, al encontrarse a una horda de periodistas que no vacilaban en pegarle un empellón para conseguir su foto? ¿Cuánto hacía que a un hombre así nadie le trataba de esa manera?
Hablamos de alguien que hasta el 12 de diciembre de 2008 fue una persona muy, muy importante. Y que lo había sido durante décadas. Con casas en el Upper East Side de Nueva York, en los Hamptons, en Florida, en Europa... Con su avioneta Cessna privada, su yate, sus selectas amistades en el golf, en el esquí, en su hotel favorito en la Riviera Francesa —a 7.000 euros la noche— y en la Universidad Yeshiva. Judío ilustrado, respetable y filantrópico, que cada año donaba fortunas como quien regala peladillas. Donó 6 millones de dólares a la investigación del cáncer cuando a su sobrino le diagnosticaron leucemia. Por cierto: también era donante del partido demócrata.
En 2007 la familia Madoff donó a obras benéficas «sólo» 95.000 dólares (67.000 euros), una cantidad ridícula para lo que ellos acostumbraban. Se habló entonces de si hasta s más ricos no se estarían empezando a resentir de la crisis que entonces aún no se llamaba así, sino «ese mal aire de la economía que, teniendo confianza, se superará pronto». Qué tiempos aquellos, cuando los presidentes se podían permitir el lujo de hablar así. Y medio mundo se permitía el lujo de invertir con el bueno de Madoff, ese señor tan listo y sumamente agradable.
Madoff carecía de la arrogancia y del estilo desaprensivo que suele caracterizar a muchos magos de las finanzas. Que, por ejemplo, caracterizaba al máximo estafador de guante blanco antes que él, Jeffrey Skilling, el infausto presidente de Enron. El 13 de diciembre de 2006 Skilling empezó a cumplir una condena de 24 años de prisión. Si la cumple entera, y si vive para contarlo, no volverá a ser un hombre libre hasta los 74 años. Su abogado solicitó una reducción insignificante de la pena, sólo para lograr que Skilling pudiera ir a una prisión normal y no a una de grandes delincuentes, rodeado de violadores y de asesinos en serie. «Ni hablar», repuso el juez. No hay piedad para el Alí Babá de Enron.
Siendo Skilling muy jovencito le preguntaron en una entrevista laboral si se consideraba listo. «Soy jodidamente listo», respondió. Tanto, que se pasó. Pero no fue él solo, aunque sea el único que ha ido a la cárcel. Los psicoanalistas del mercado, si los hay, esclarecerán algún día qué quiso castigar con tanta dureza el juez del caso Enron: si la estafa o la humillación que para todo el sistema suponía que nadie se hubiera dado cuenta.
Lo cual, por cierto, casi nunca es verdad. Enron burló toda la actividad reguladora de EE.UU. y la auditora de Arthur Andersen, que fue incapaz de rastrear las filigranas de una contabilidad brutalmente creativa: Enron no era una pirámide financiera como el imperio Madoff, pero sí basaba su ventaja sobre los competidores en computar como seguros los beneficios sólo probables. Algo que ya habían detectado con no poca aprensión unos estudiantes de Columbia que dedicaron a Enron su trabajo de fin de curso. «¡Vended todas las acciones!», era la conclusión de este trabajo, que estuvo colgado en la red dos largos años antes de que estallara el escándalo. ¿Nadie lo vio?
Pues no, o sí, pero no hicieron caso. Otro tanto le pasó a Harry Markopolos, el suspicaz inversor de Boston que se ha pasado diez años clamando en el desierto que las ganancias de Madoff eran demasiado bonitas para ser verdad. Que aquello no era un negocio sino una pirámide financiera. Un bluff monstruosísimo.
Pasito a pasito
Ciertamente Madoff no daba el tipo ni de estafador ni de chulo financiero. Nada en él molestaba ni hacía presagiar la caída. Empezó pasito a pasito, montando su empresa de correduría de Bolsa con 5.000 dólares que decía haber ganado trabajando como socorrista. Para competir al principio con los grandes de Wall Street tuvo que ingeniárselas abaratando costos, utilizando novedosas tecnologías para difundir la información que con el tiempo serían la semilla del índice NASDAQ. Que por algo le hicieron presidente del mismo.
Si al principio hasta parecía un Robin Hood de la clase media en el parquet, alguien llamado a popularizar la Bolsa, a hacerla más asequible para toda clase de inversores. Sería como el Bill Gates de las finanzas, el propiciador del capitalismo PC, portátil y de bolsillo. Todo, realzado por una imagen de seriedad muy familiar que, además, no era mentira. A diferencia de otros triunfadores, nunca se le pasó por la cabeza divorciarse de Ruth, su esposa de toda la vida, y una de las dos únicas personas (la otra es su hermano Peter) que no le han vuelto la espalda en esta crisis. Con Ruth tuvo a sus dos hijos, Andrew y Mark, que tan pronto acabaron los estudios entraron a trabajar en el imperio familiar, con papá, el tío Peter, la prima Shanna.., Todos tenían su sitio en el fastuoso Edificio Lipstick de Manhattan.
Y es que, como si de unos Corleone dentro de la ley se tratara, los Madoff se las habían arreglado para crecer sin perder su encanto. Ese delicioso aire entre anticuado y auténtico que distingue a las grandes familias judías de EE.UU., sobre todo de Nueva York, aunque la comunidad judía de Los Angeles ha sido una de las que ha salido más escaldada del pelotazo de Madoff. El mismo Spielberg se ha resentido, concretamente a través de su fundación de caridad.
Lo más amargo de tragar en estas crisis es la quiebra de una multitud de pequeñas confianzas. En Enron fueron los empleados de la empresa, que habían invertido todos sus ahorros en acciones de la misma, y que de la noche a la mañana se quedaron en la calle y sin jubilación. En el caso de Madoff es estremecedora la lista de pequeñas entidades filantrópicas, sociales y culturales, las íntegras herencias y fortunas familiares que de la noche a la mañana se han tornado humo. Además de los agujeros multimillonarios que se han abierto en el sistema bancario y financiero de todo el mundo.
Daño a la comunidad judía
Sobre todo en la comunidad judía norteamericana, tan seria ella, tan hermanada, se ha abierto una profunda y fea herida. Que por algo, nada más ser detenido, Madoff renunció a todos sus puestos de honor y distinciones en el patronato de la Universidad Yeshiva.
Lo que más duele a los estafados es que Madoff parecía el supremo epítome del arte de ser «uno de los nuestros». Fue un Houdini de la confianza. Su magia era una suma de buenos contactos que se retroalimentaban, como los fondos de la pirámide: los amigos viejos atraían amigos nuevos, igual que el capital fresco pagaba los «intereses» del viejo. Más la inteligencia de pagar intereses no demasiado exagerados. La exageración era la constancia infalible con la que siempre se ganaba: a través de toda clase de turbulencias del mercado y sin fallar un solo mes. Sin rechistar nunca si alguien le pedía recuperar su dinero.
Era tan agradable vivir así, que nadie quiso prestar demasiada atención a lo frágiles que eran las auditorías a los que se sometía Madoff. Por no decir que no se sometía a ninguna. Al no operar un verdadero fondo de riesgo, sino administrar las cuentas de sus clientes , no estaba sujeto al escrutinio de bancos ni de fisgones exteriores. Enviaba él mismo los informes por e-mail, cada cierto tiempo liquidaba en efectivo para eludir los controles de los activos, etc, etc.
Si hay que creerle —algo que al FBI le está costando mucho trabajo— durante todos estos años Madoff llevó el peso de su gran mentira absolutamente solo. Haciendo creer a su familia que él era infalible y a sus clientes, que todos ellos eran unos genios. Que el mercado era exactamente esto: una fuente de inagotable felicidad.
Hay indicios a favor de la teoría de la soledad. Se supone que los hijos de Madoff no sólo no sabían nada del lado oscuro de su padre, sino que serían de los primeros damnificados, pues habrían perdido varios millones. Se supone que fueron ellos quienes detectaron irregularidades, y que al confesarles su padre lo que había, así como que a raíz de la crisis había perdido el control, ellos mismos le denunciaron y entregaron. También que están tan furiosos y dolidos, que se han negado a firmar los avales para mantener a su padre en libertad bajo fianza. Para evitar un ingreso fulminante de Madoff padre en prisión, el juez tuvo que relajar sus exigencias.
Si todo eso es verdad, Madoff es un shakespeariano Rey Lear, cuya caída trasluce la magna miseria del mundo: ¿pero es posible que unos hijos abominen de su padre hasta este punto? Y si él pasó décadas engañando y robando, ¿no lo hizo en parte por dar a su familia un nivel de vida que no les habría podido ofrecer de ninguna otra manera?
Incluso teniendo claro que sin esta crisis a lo mejor no se habría producido la espantada de inversiones que dio súbitamente al traste con la pirámide financiera de Madoff, la pregunta del millón de dólares (para el que aún lo tenga) es: ¿qué sentido tiene levantar una pirámide así en una empresa en la que está metida toda tu familia, sin decirles nada de nada? ¿Hasta cuándo pensaba mantener Madoff la farsa, hasta su lecho de muerte? ¿Y de no ser así, qué legado pensaba dejar a sus descendientes y socios?
A diferencia de otros estafadores que están más de paso por sus empresas, Madoff no tenía la perspectiva de una huida hacia adelante. Este negocio, esta estafa, era su entera vida.
¿Soledad o inmolación?
Por eso a los investigadores les cuesta tanto dar crédito a la teoría de la soledad. ¿Estamos de verdad ante el ladrón más solo del mundo, o ante un capitán corrupto pero trágico, que se hunde con el barco para que todos los demás puedan escapar? ¿No podría haber decidido Madoff, a sus 70 años, inmolarse él para salvar al resto de los implicados de su estirpe? Eso no le haría necesariamente menos villano, pero sí bastante más interesante.
Porque eso le restituiría cierta dignidad, cierto valor de emblema. En el fondo su figura no deja de encarnar todo un mundo y todo un sistema de valores que declina. Ese Wall Street basado en una telaraña de complicidades personales, a menudo trenzadas literalmente con carne y hueso. Produce una mezcla de tristeza y de vergüenza ver los alegatos de la SEC de que un oficial suyo jamás volvió a investigar a Madoff desde que se ennovió con su sobrina... O que el fiscal general de Estados Unidos se inhibe del caso porque un hijo suyo también tiene vínculos y posibles intereses... Todo son vínculos y relaciones, todo es una gran trama oligárquica. Ahí ha dolido el desgarro, que lo es de la entretela social más interior. Si falla alguien que era tan «uno de los nuestros», ¿ya en quién vas a confiar?
Pasea ahora Madoff su sorprendente vulgaridad (gorra de béisbol, anorac gordo, mofletes de carnicero) por Manhattan, ese abismo donde han caído torres y reputaciones tan altas: la de Eliot Spitzer, el gobernador que decía perseguir la prostitución pero más bien corría detrás de las prostitutas, la de los orgullosos banqueros puestos de rodillas ante las ayudas del gobierno, la de los reguladores del gobierno puestos en ridículo, y tantos, tantos otros. Parece que al sueño americano le hayan dado la vuelta como a un calcetín: últimamente Estados Unidos ya no es el país donde cualquiera puede llegar a lo más alto, sino el sitio donde de lo más alto se puede caer a toda velocidad a lo más bajo.
Y la crisis sigue.
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